¿Por qué siguen saliendo a la calle? | Cuarentena Covid 19

Este escrito explora desde la Psicología varias razones por las cuales muchas personas incumplen el aislamiento social y la cuarentena del Covid 19, exponiéndose a contagiarse y a contagiar a otros, y propone alternativas de solución para mejorar el apego de estas mismas personas a las medidas de prevención.

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Jóvenes reunidos en un parque en Bogotá en plena cuarentena, sin distancia entre ellos, sin protección y felices.  Fotografía cedida por Claudia Patricia García Ardila.

En estos días de temor y de contagios, muchas personas siguen saliendo y reuniéndose en las calles, exponiéndose a infectarse o a convertirse en portadores para sus familias y para el resto de la sociedad.  No solo salen, sino que no mantienen la distancia unos con otros, tampoco observan las otras medidas preventivas por todos conocidas y violan las disposiciones gubernamentales, sino también el sentido común y hasta su instinto de supervivencia.

¿O no?  La opción más fácil y rápida es criticarles y pedir que caiga sobre ellas y en todos los casos la sanción oficial y social, lo que puede ser lo correcto casi siempre.  Pero también hay otras opciones, que es bueno reconocer para mejorar las probabilidades de manejarlas.  Este escrito las aborda y propone soluciones para cada una de ellas.  Comencemos con las obvias:

Por necesidad: en los contextos socioeconómicos tan inequitativos en toda Latinoamérica, muchas personas entienden el riesgo al que se exponen y quisieran no hacerlo, pero si no salen a trabajar no comen y no llevan el sustento a su hogar.  Así de simple.

En otros casos, las familias no tienen suficientes recursos para comprar mercados para varias semanas, sino que deben salir a adquirir lo que necesitan más o menos a diario y en pequeñas cantidades.  O tienen otras necesidades inaplazables en salud o gestiones de todo tipo, y no siempre tienen acceso a los medios virtuales para realizarlas remotamente.

Desde la Psicología, en el corto plazo podemos ayudarles a comprender lo mejor posible los riesgos a los que se exponen, los mecanismos de protección que dictan las autoridades sanitarias, y abogar por que las instituciones oficiales y sociales hagan más accesibles para ellas los recursos físicos (tapabocas, guantes, etc.), para protegerles y/o disminuir las posibilidades de que se conviertan en portadores.

Por ignorancia: aunque no lo creamos, no todo el mundo tiene acceso a la misma información preventiva que nosotros; o puede que la reciban, pero esa información no siempre tiene la calidad suficiente, o no la entienden cabalmente. 

Nuestra tarea allí está en apoyar a las entidades que producen esa información para que la creen con el lenguaje más comprensible para todo tipo de público, y colaborar en el refuerzo de reforzar esa misma información por diferentes canales y métodos que optimicen su llegada y comprensión en los diferentes grupos poblacionales.

En este punto, el consejo es el de alejarse del lenguaje técnico, y presentar la información en el idioma cotidiano de las poblaciones objetivo.  Más recursos gráficos, y menos información escrita: la mayoría de la gente no lee documentos extensos ni complicados.

Por irresponsabilidad: si, hay personas que reciben y entienden la información, y tienen la oportunidad de seguirla, pero no les da la gana.  Desde su egoísmo prefieren seguir sus intereses particulares, aún a sabiendas de que arriesgan su propio bienestar y el de otros.

Aquí la Psicología es básica: para ellas están diseñadas las sanciones legales y sociales de cada lugar, que son más efectivas si le duelen más al bolsillo, a la libertad o a la imagen pública del infractor, si no son negociables ni le dan el chance de salir impune.  Se trata del beneficio público sobre el interés particular.  El cumplimiento de las normas y el castigo por no cumplirlas es la base de las sociedades.

Hasta aquí sería relativamente fácil corregir la recurrencia del problema.  Pero no es así de simple: existen otras razones más profundas que es conveniente conocer, para perfeccionar los esfuerzos preventivos colectivos:

La negación: cuando los seres humanos nos enteramos de una situación que amenaza nuestra seguridad, nuestro bienestar y hasta nuestra vida, la primera reacción de la mayoría suele ser negarla: “Esto no va a pasar, o no puede estar pasando”, “no me puede ocurrir a mí”, “sí está pasando, pero por allá lejos en la China, o en Europa” o en cualquier otra parte menos aquí, y a cualquier otra persona menos a mí.

Queremos sentirnos invulnerables o desestimamos la amenaza, porque asumirla conlleva aceptar que algo malo me puede ocurrir, y a nadie le gusta pensar en eso.  Y si lo aceptamos, nos obligaría a tomar la responsabilidad y los costos de hacer algo para evitarlo.

Los Psicoanalistas llaman a esta reacción “la impensabilidad del riesgo”, porque a veces nos puede ser más fácil negar ese riesgo que pensar en él, en sus feas consecuencias (quién va a querer pensar en que se puede morir, o ver morir a los suyos), como tampoco queremos cargar con los esfuerzos para neutralizar el riesgo.

Podemos negarlo de plano o aceptarlo hasta cierto punto, pero desplazando a otros la responsabilidad de enfrentarlo con expresiones como “si Dios quiere no me enfermo”, “es cuestión del destino”, “ese problema es del gobierno” u otro actor que creemos que tiene más capacidades que nosotros.

Al descargarle el control (y la responsabilidad) de la situación, creemos que nos facilitamos la vida y apostamos a que de pronto no pase nada.  Aquí juega una variable importante de considerar: entre menos control tenemos sobre las variables en nuestra vida, más tendemos a cederle ese control a otros: el Universo, el Estado, un ser superior, una iglesia, un partido político, personas a quienes consideramos más poderosas, en fin, hay muchas posibilidades.

La mayoría pasamos por esa fase de negación, pero puede durar más o menos tiempo o ser más o menos fuerte en cada persona.  En este momento de la actual crisis es probable que muchas personas aún estén en esa fase, que les dificulta entender la gravedad de la situación aunque reciban la información, y por eso continúan saliendo y se siguen exponiendo. 

Entonces nos corresponde a los Psicólogos ayudarles a dar el paso de la fase de negación a la fase de amenaza o consciencia, en la que abandonamos la negación, dejamos de sentirnos invulnerables y comenzamos a buscar protección.

Ese paso se da cuando vemos que el peligro es real, ya nos respira en la nuca, observamos que golpeó cerca de nosotros, a personas como nosotros o ya provocó daños y pérdidas que nos afectan.  Desafortunadamente, ese paso suele ser tardío en la mayoría de las amenazas, precisamente porque ya hay daños y pérdidas y ya es tarde para reaccionar.  Y en el caso del COVID 19, porque podemos contagiarnos y contagiar a otros mucho tiempo antes de darnos cuenta.  Por eso es urgente entender cómo se consigue, y acelerarlo.

Proveer la información racional sobre los mecanismos de contagio y cómo prevenirlos es importante y necesario pero insuficiente, porque la motivación para dar el paso entre las fases y seguir las conductas preventivas no viene de los niveles racionales del cerebro, sino de los instintivos y emocionales.

La información racional no siempre llega a esos niveles, y esa es una de las razones por las cuales las campañas de prevención de riesgos sanitarios, de accidentes, de consumo de sustancias, de embarazos no deseados, de emergencias y desastres, etc., tienden a no ser muy efectivas: porque se estrellan contra la barrera de la creencia de invulnerabilidad mencionada arriba, que es más emocional que racional, y porque se basan casi únicamente en el discurso racional, técnicamente correcto pero muy limitado en sus alcances motivacionales.

Por todo lo anterior, es preciso montar la información en canales emocionales que faciliten su entrada e impacto en esos niveles, y activen la motivación para seguir las conductas seguras deseadas.

La música es un vehículo muy poderoso para ese propósito, pero no es el único: los valores que movilizan a las personas son otro buen recurso.  Conectar el mensaje con lo que le importa a cada quien (sus sueños, sus miedos, su identidad cultural, sus creencias, sus aficiones, su proyecto de vida, su pareja, su familia, su estatus social, lo que sea que motive a la persona), ayuda.  O aliarse con personas a quienes el público les cree más que a nosotros (líderes religiosos, comunitarios, figuras públicas, artistas) que les llegan a las emociones aumenta las posibilidades de recepción del mensaje.  Así las cosas, debemos encontrar esos motivantes y saber cómo asociarlos íntimamente con la campaña preventiva, para mejorar las probabilidades de que más personas sigan las conductas seguras que queremos instalar.

El choque emocional: relacionado con la anterior.  Después de la fase de negación, y la fase posterior de amenaza o consciencia, viene la de impacto, en la que sufrimos el embate de la crisis.  Es cuando ocurre el accidente, el desastre, el ataque, o en este caso, nosotros o alguien cercano se enferma.

Al 2 de abril Colombia aún no ha entrado de lleno a ella: aún el virus no nos ha pegado tan fuerte como a otros países, donde impactó primero.  Pero ya tenemos más de 1.000 contagios confirmados y cerca de 20 muertes, ya no en otros países sino aquí, y estamos viviendo las restricciones en nuestra movilidad, el aislamiento social, la desactivación económica, menor generación de ingresos y la alteración en la mayor parte de nuestras costumbres, más el temor a enfermarnos, lo que ya puede comenzar a generar impacto en algunos de nosotros.

Desde la Neuropsicología, cuando enfrentamos una situación crítica como esta, que amenaza nuestra vida o nuestra calidad de vida, y nuestro cerebro recibe mucha información en corto tiempo, o información muy pesada, demandante o cargada emocionalmente, puede ocurrir que los lóbulos frontales de la corteza cerebral, que son los mayores responsables en la coordinación de nuestro pensamiento racional, se ralenticen, se confundan o simplemente se bloqueen.

En ese momento no recordamos bien lo que sabemos, somos menos “inteligentes”, es posible que olvidemos las conductas racionales que seguimos normalmente, y el control de nuestro comportamiento puede ser tomado por estructuras subcorticales más antiguas, más básicas y primitivas, como la amígdala, el sistema límbico y otras que disparan las reacciones instintivas y emocionales cercanas al miedo.

Eso explica por qué ante la presión de la crisis somos más proclives a conductas del tipo “lucha o escape” y de rebaño, desde las que tendemos a huir sin pensar de cualquier cosa que percibimos que nos amenaza (como culpar de la enfermedad a los migrantes o a quienes nuestros prejuicios indiquen), ponernos agresivos irracionalmente (exigiendo airadamente que los trabajadores de salud no compartan con nosotros los mismos medios de transporte o vecindarios), o sigamos a las manadas desesperadas (comprando papel higiénico por montones o desocupando los anaqueles de los supermercados sin necesidad, pero “por si acaso” y porque los demás también lo hacen).

Todo esto se explica porque mientras estamos bajo presión, los pensamientos mesurados, coherentes y razonados no son nuestra fortaleza, porque los lóbulos frontales que los coordinan no son muy eficientes bajo la presión.  Pero los instintos de conservación y las emociones tienden a dispararse, porque las estructuras subcorticales primarias que las producen no se bloquean sino que se activan, y suelen tomar el control para escapar o luchar.

Ese es un mecanismo evolutivo que nos ha protegido de múltiples amenazas a lo largo de millones de años, y todavía es muy poderoso porque seguimos siendo animales, después de todo.  Además, las emociones son contagiosas porque forman parte de las conductas también protectoras de rebaño o cardumen, durante las cuales no hacemos tanto lo que cada quien decide, sino lo que hace el resto del grupo, sin meditarlo mucho, porque el grupo nos da algún sentido de protección.

Durante la presente crisis estamos constantemente bombardeados de todo tipo de información pesada, negativa y amenazante, por muchos canales.  Eso ya nos asusta.  Y enfrentamos riesgos significativos contra nuestra salud, nuestra estabilidad económica, nuestros bienestar emocional y general, y el de las personas que nos importan.  Esa presión nos dificulta pensar con calma, y activa las emociones y los instintos, por eso no siempre comprendemos y seguimos bien las campañas preventivas, generalmente basadas en contenidos racionales y presentadas por las vías racionales, que son justamente las que menos funcionan para la mayoría en estos momentos.

Ahora lo que funciona más es apelar a los instintos y las emociones de las personas, que no solo están activas sino también hipervigilantes y quizás al mando de la conducta de la mayoría.  Así las cosas, esas mismas campañas preventivas mejoran su eficacia cuando aprovechan ese estado instintivo y emocional: ojalá que no se basen solo en el miedo, que aumenta la presión y empeora las cosas, sino preferentemente en otras emociones igualmente potentes y más positivas, que además de reforzar el mensaje de autocuidado y cuidado de los demás también son capaces de inyectar optimismo, solidaridad, sentido de comunidad, disciplina social, organización, creatividad y en general construir resiliencia individual y colectiva.  Es un tema de forma para optimizar las campañas, y fortalecer su efectividad.

  

El afecto o la aversión al riesgo: las personas y las culturas de las que formamos parte tendemos a ser afectas al riesgo (lo ignoramos, lo buscamos y hasta lo provocamos), o aversas al riesgo (lo identificamos, lo evitamos y nos mantenemos a distancia).  Algunos países y sus culturas tienden a ser aversos al riesgo porque históricamente han pasado por crisis muy duras que les causaron enormes dolores y pérdidas, y aprendieron a mitigar esos riesgos.  Otros países no han hecho ese tránsito, o si, pero la gestión de sus riesgos no forma parte de sus prioridades: sufren pérdidas, lloran, las olvidan, siguen adelante y tiempo después repiten el ciclo.

Como individuos no siempre estamos condenados a compartir la misma tendencia con nuestra cultura: siempre hay excepciones, pero la mayoría sigue la tendencia.  Ahora bien, las culturas latinoamericanas, y la española que las condicionó en buena medida, son abierta y casi que descaradamente afectas al riesgo: desde ponerse frente a los cuernos de un toro enceguecido por la tortura, y llamar a eso arte y cultura, a la prácticamente nula costumbre de tomar seguros para  protegernos de eventualidades, o la casi inexistente formulación y actualización de planes de gestión del riesgo en nuestras instituciones oficiales y privadas, pero también en nuestras familias.  Prevemos menos, ahorramos menos, planeamos menos y nos preparamos menos que otras culturas.

Claro, el aspecto económico también cuenta: si mis ingresos son de supervivencia diaria los seguros están fuera del radar, y esa es la situación para muchos latinoamericanos en el contexto de profunda inequidad socio económica mencionada al principio de este escrito.

Pero nuestra afición al riesgo también es fuertemente cultural, como lo demuestran tantos dichos tan populares con los que enfrentamos las situaciones de riesgo, ya sea desplazando la responsabilidad otra vez (“Dios quiera que no pase nada malo”), sintiéndonos invulnerables (“Nadie se muere la víspera”) o con un fatalismo que creemos que nos excusa de esa misma responsabilidad (“Si le toca, le toca”).  El “hágale, que no pasa nada” y el “ahí vamos viendo” que exclamamos con tanta facilidad y frecuencia ante las decisiones que implican algún nivel de riesgo, forman parte de ese tipo de expresiones.

Hay que recordar que este afecto al riesgo también se relaciona con la falta de recursos para enfrentarlo con más éxito: si no sé cómo, o no tengo con qué gestionar un riesgo, me quedan 2 opciones: permito que este me inmovilice, lo que no siempre es una opción, o lo niego, lo escondo, lo trivializo o lo maquillo para poder seguir adelante.

En cualquier caso, esta es otra barrera para entender y acatar las medidas de prevención del contagio durante la presente pandemia.  Esa actitud normaliza los riesgos, los banaliza, cuestiona y desconoce sus consecuencias.  Y si es compartida por muchos otros en mi entorno, puede parecer una conducta correcta y adaptativa socialmente.

La solución de esta barrera no es tan fácil, porque tiene que ver con el poder de la cultura y los hábitos de vida de las personas, que sobreviven fácilmente a cualquier campaña temporal de educación y prevención.  Con todo, intuyo que ahí mismo, en las costumbres, se esconden las alternativas de mejora.

Probablemente exigirán creatividad, tiempo y disciplina, pero las crisis ofrecen la invaluable oportunidad precisamente de modificar las costumbres y hasta las normas sociales, en función del bienestar colectivo.  La historia muestra que muchas costumbres que llevaban generaciones, incluso siglos, cambiaron o desaparecieron gracias a una crisis.  Estamos en un buen momento para eso.

 

La juventud: en todas partes algunos adolescentes y jóvenes tienden a desobedecer las normas sociales, a meterse en problemas y a incurrir en conductas abiertamente peligrosas para sí mismos y para los demás.  Aparte de las explicaciones usuales, seguramente válidas, hay una muy poco conocida que proviene de las Neurociencias:  la estructura en nuestro cerebro que hace la mayor parte de las evaluaciones de riesgo y mide las consecuencias de los actos es la corteza prefrontal, que termina de madurar entre los 21 y los 25 años de edad.

Antes de esa edad, la capacidad neurológica para sopesar los riesgos y tomar decisiones más seguras no es la misma que en una persona adulta.  Por eso, entre otras razones, es más fácil engancharse en edades tempranas en adicciones, vincularse a pandillas, delincuencia y otras conductas de riesgo.  Lo que no indica que un adulto no puede caer, también, por otras razones.

Esto tampoco significa que todos los menores de edad forzosamente actuarán de esta manera.  Muchas otras variables entran en juego, pero una determinante es la capacidad protectora, orientadora y estimulante que les brinden los entornos de los que forman parte.  Los modelos que rodean a la persona joven son claves para su comportamiento, como también los estilos de comunicación con ella: ni la permisividad excesiva ni la cantaleta, la imposición permanente y el grito repetitivo lograrán el cometido, sino ppor el contrario acercar más las conductas inseguras.

El reto es lograr el equilibrio entre la autoridad, el afecto, la información responsable, la educación con el ejemplo, la instalación de alternativas seguras y el diálogo, pero también las consecuencias positivas y negativas coherentes con los actos realizados.

 

El rechazo de la autoridad: no todas las personas acatan las normas.  En toda sociedad es de esperar algún grado de resistencia a la ley o a sus representantes, y los latinos no somos precisamente los más disciplinados socialmente.  Esa es una de nuestras mayores diferencias con otras culturas: las normas no son para nosotros, nos parece normal no observarlas, violarlas incluso nos produce satisfacción, y frecuentemente, ganancias.

Encima, muchas de nuestras autoridades no son el mejor ejemplo de cumplimiento de las normas, tienden a ser débiles para imponerlas, si no corruptibles, los castigos suelen ser negociables y los niveles de impunidad son altos.  De esta forma, no es una sorpresa que las medidas de aislamiento social y cuarentena no sean respetadas por muchas personas, que piensan que la cosa de nuevo no es con ellas.  Ese es un hábito difícil de romper.

Y aquí intervienen otros factores también muy de nuestra cultura, como el machismo, desde el cual muchos hombres creen firmemente que no deben obedecerle nada a nadie porque eso significa “dejársela montar”, les hace “sentirse inferiores” y es válido resistirse a las indicaciones e imponer las propias incluso a través de la fuerza.

De verdad creen que “hacen siempre lo que quieren” y “su palabra es la ley”, estereotipos consuetudinarios multiplicados y celebrados por la misma cultura popular.  Esas reacciones primitivas tienden a aumentar si el macho está en grupo, al que tiene que demostrarle lo macho que es, o bajo los efectos del alcohol u otras sustancias, eventos bastante probables.  Por esa línea, ese mismo tipo de personas se inclinan a demostrar su “superioridad” con la violencia, haciendo exactamente lo contrario a lo que se les indica, generando y enganchándose en conflictos inter personales contra quien les hace la indicación.

Esos conflictos pretenden distraer la atención de su propia ignorancia e irresponsabilidad, que son incapaces de reconocer: para ellos el problema no es su desobediencia y su irresponsabilidad, sino que “les faltaron al respeto” al darles la indicación o reclamarles por su irresponsabilidad.  Desafortunadamente, muchas mujeres también incurren en estas conductas antisociales, o en su transmisión a las nuevas generaciones: soy un firme convencido de que el machismo también se escribe con la m de las mamás que crían a esos machitos.  Pero ese es otro tema.

La solución aquí tampoco es fácil: pasa igualmente por la educación de calidad sostenida y coherente en el tiempo, el liderazgo claro, honesto y decidido desde el ejemplo, la reconstrucción del interés colectivo sobre el individual, la recuperación del tejido social, la asociación de la norma con los intereses y los valores de las personas, el reconocimiento a quienes cumplen las indicaciones, el castigo oficial y la presión social a quienes las incumplen, sin impunidad ni negociación, el fortalecimiento y el respaldo a las instituciones y sus funcionarios para que ejecuten su labor, pero también la veeduría ciudadana para exigir activamente a esas autoridades ese mismo cumplimiento eficaz para todas y todos.

Cuando es posible, puede convenir concertar las normas, o algunos de sus aspectos, con quienes las deben cumplir: cuando uno participa en su redacción puede inclinarse más a cumplirla, porque la siente menos como una imposición externa.

Los indecisos y peligrosos: o “contribuyentes condicionales”, descritos en este enlace del Tec Review del Tecnológico de Monterrey en México:

https://tecreview.tec.mx/la-gente-sale-a-la-calle-a-desafiar-al-coronavirus/?hootPostID=8b56d65499d3c10cb741870f7af2df1e

Son esas personas que no tienen o no se atreven a mostrar una posición propia, sino que esperan a ver cómo se comporta la mayoría, y hacen lo mismo.  “Si se dan cuenta que los otros no cooperan, ellos tampoco cooperan.”  El artículo menciona estudios que muestran que en el cumplimiento de las causas colectivas, un 25 % de la población coopera, otro 25 % no coopera y la mitad restante solo imita las conductas de quienes perciben como mayoría.

En este contexto, los medios y las redes sociales tienen “tendencia a mostrar demasiados malos ejemplos”, lo que puede motivar a los indecisos a percibir esos malos ejemplos como mayoría e imitarlos, definiendo la tendencia hacia quienes no cooperan.

Para enfrentar a quienes infringen las medidas, las acciones son combinadas: multas, detenciones, exposición social, educación sostenida, llamados a la responsabilidad por liderazgos respetados en cada comunidad, la firma de compromisos escritos, los mecanismos comunitarios de producción y vigilancia de las normas, etc.

También es conveniente invitar a los medios a que no se concentren siempre en el morbo del incumplimiento, sino que también resalten a las personas y las comunidades que sí acatan las medidas, con el ánimo de convertirlas a modelos a seguir por los indecisos.

El aburrimiento y la fatiga: aislarse del resto del mundo no es fácil.  Ni dejar de hacer todas las cosas que hacíamos hasta hace unas pocas semanas.  Ni tener que encerrarnos de pronto con nosotros mismos o con las mismas personas por tiempo indefinido, aunque las amemos.  Ni dejar de disfrutar el sol, la naturaleza, ver otras personas, divertirnos, comer lo que nos dé la gana, ir a cine, hacer ejercicio al aire libre, la libertad y ese largo etcétera de actividades que extrañamos.

El miedo, la responsabilidad con nosotros mismos, con nuestras familias y con la sociedad son alicientes poderosos para observar las medidas de prevención, pero se desgastan con el tiempo y la rutina.  También ocurre que cuando nos cuidamos y nada nos ocurre, no todas las veces nuestro cerebro interpreta que estamos bien porque nos cuidamos, sino porque quizás no era tan necesario cuidarnos.  Entonces podemos relajar el auto cuidado.

Los seres humanos somos animales sociales, y para la mayoría de nosotros el aislamiento no es natural.  Por eso la fatiga contra ese aislamiento tiende a aparecer tarde o temprano, y se esconde tras muchas justificaciones.  Para mantenerla a raya, es útil planificar y rotar una amplia diversidad de actividades productivas o gratificantes para todos los miembros del hogar, tanto individuales como colectivas, otorgarnos premios significativos en plazos determinados por cumplir, celebrar cuando alcanzamos esas metas, apoyarnos en redes de familiares y amigos que nos ayuden a sostener el esfuerzo cuando sentimos que flaqueamos, y muy importante, formular por escrito y a largo plazo contratos personales y familiares con objetivos muy valiosos pero alcanzables que nos ayuden a recordar el enorme valor del esfuerzo que estamos haciendo: por qué cumplimos la cuarentena, qué estamos protegiendo con ella y a qué nos arriesgamos si bajamos la guardia.  Cuando sospechemos que podemos fallar, leer esa formulación nos ayudará a mantener la firmeza en el tiempo.

Para terminar, si bien estas anotaciones se fundamentan en literatura científica, la formación y la experiencia profesional del autor en el tema, no tienen la pretensión de constituirse en un artículo científico en regla, y por eso no siguen las reglas comunes de publicación académica: solo ofrecen una orientación técnica y urgente a las autoridades, las entidades y las personas que impulsan las medidas de aislamiento social y cuarentena, con el objetivo de que cuenten con más elementos conceptuales y generales para lograr mayores niveles de éxito en esas medidas, en beneficio de la sociedad en su conjunto.  Más adelante, una vez superada la crisis y sus urgencias, valdrá la pena perfeccionar el documento hacia un artículo académico formal.

Bogotá, Colombia, abril del 2020

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